Pareciera que fue tantísimo tiempo atrás, cuando Argentina supo ser tierra de blancos. Damajuanas de Malvasía, Torrontés, Moscatel y un puñado de otras uvas claras mojaron durante largas décadas las mesas gauchas, pintando un panorama que parece lejano cuando hoy, frente a una góndola, los tintos llevan las de ganar.
Y eso es algo que me sucede todo el tiempo: ‘Mariano, ¿qué me recomendás para acompañar tal o cual?’. Y ahí aparece mi espíritu blanquecino sugiriendo un Sauvignon Blanc que, cuando lo prueban, estallan de placer.
De cada 10 botellas que se descorchan en Australia, 6 son de blancos. Y en otros recovecos del planeta como República Checa, Luxemburgo, Nueva Zelanda y Finlandia, el panorama es similar… la supremacía roja encuentra la excepción. Razones sobran, pero quiero despacharme solo con tres:
- Son más baratos. ¡Claro! Como regla general, los vinos blancos suelen tener precios inferiores a los tintos, alzando su competitividad (piensen en el restaurante: por igual monto pagado, probablemente encontremos un vino superior).
- Son súper flexibles. Los tenés en etiquetas prestigiosas y en otras de batalla; en espumosos ácidos y refrescantes o en grandes exponentes golosos llenos de madera; los usás de aperitivo pero también para acompañar arroces o cortar a fuerza de acidez la intensidad de un guiso invernal.
- Éste es su momento. Verano y blanco van de la mano, porque la acidez, gran característica a valorar en el estilo, se encumbra con el frío. Heladera, vino blanco y los pies en el agua, trío infalible.
¿Y el mundo?
Bueno, algo de eso les adelanté algunas líneas atrás: el mundo habla mucho de ellos. Hace algunos años, el Riesling alemán se hizo mundialmente famoso y sus ventas se dispararon a los cielos. Hoy, el gran protagonista de la escena internacional es el Pinot Grigio, una suerte de mutación grisácea del Pinot Noir con el que se da vida a blancos interesantísimos, tropicalmente perfumados hasta enamorar, de acidez baja y paladar untuoso.

También la masividad de la buena coctelería contribuyó a que la industria vitivinícola haga su aporte… y acá los blancos fueron primordiales. Con o sin burbujas, la frescura de un Torrontés combinada con menta, naranja, pomelo, flores y alguna base alcohólica neutra (un vodka, por qué no) es infalible. El Chardonnay para un Kir o su variante espumosa para un Kir Royal.
Y el contexto de consumo, claro. Con una sociedad que cada vez más se aboca a encontrar esos minutos para socializar y bajar tensiones post trabajo, el blanco es la primera de las opciones vínicas cuando hay reunión de amigos, barra, una copa y nada más que charla.
Las claves para disfrutarlo
Hay algunos secretos. Ciertos puntos que, si los respetamos al momento del servicio, nos van a ayudar a sacarle mayor provecho a la experiencia. ¡Anoten!
- La puesta a punto a nivel temperatura es fundamental. Tomarnos un blanco caliente es tan catastrófico como tomarnos un tinto a temperatura ambiente. Hay que refrescarlo, siempre. La temperatura de la heladera es perfecta, aunque en días de tanto calor como éstos que nos tocan vivir en febrero, unos 15 minutos antes de freezer no vienen mal. Una vez descorchado, preparemos un balde con 2/3 de hielo y 1/3 de agua.
- No hay que tenerle miedo al hielo. Hay una moda europea que habla de que, ahora, es cool arrojar unos cubos dentro de la copa, incluso si la etiqueta en cuestión es un vino espumoso. Si antes te avergonzaba y pedías con culpa y por lo bajo una hielera, ahora podés sentirte impune.
- Ya hablamos de la coctelería, así que hay que animarse. Los blancos en general invitan a un disfrute un tanto más relajado, y ese camino deriva en la invitación a probar. En la web oficial de la International Bartenders Association hay grandes ideas para iniciar los intentos.
- Finalmente, así como hablamos de la temperatura, la cristalería también es un detalle nada menor a cuidar. Copa, antes que vaso. Dicho esto, si vas a abrir un blanco de mucha acidez (un Sauvignon Blanc o cualquier blanco de zonas frías como el Valle de Uco mendocino), las mejores son las que tienen el borde levemente abierto, para que el vino se desparrame uniformemente por la boca y esa acidez refresque pero no moleste.
Lo que pasa en Argentina
En nuestros campos existe tanta extensión que, saltando desde el Torrontés de Cafayate hasta el Sauvignon rionegrino, la diversidad es fenomenal. Se encuentran grandes Chardonnay repartidos por toda Mendoza, y el Viognier y el Pinot Grigio entre viñedos sanjuaninos se ha sabido hacer un lugar también. De a poco, la Chenin encuentra buenos espacios y, además, más y más productores se han concentrado en sacarle brillo al Semillon, un blanco tradicional en nuestro país pero que había quedado a un lado durante décadas.

Sí. Es cierto que, por años, Argentina era solo tierra de tintos, pero el panorama cambió. Y lo hizo seriamente.


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